Textos: Unidad 2.

La Epopeya de Gilgamesh.


XXV GILGAMESH, HÉROE SUMERIO EL PRIMER CASO DE PLAGIO LITERARIO


Desgraciadamente, no poseemos el texto completo de la Epopeya de Gilgamesh. de los 3.500 versos aproximadamente que la componían, la mitad solamente ha llegado hasta nosotros. El resumen que doy a continuación, sacado de lo que subsiste de las once primeras tablillas, es, de todos modos, lo bastante sugestivo. Se verá, por otra parte, que este texto ofrece fructíferos puntos de comparación con los textos sumerios.

La epopeya se inicia por una breve introducción que hace el elogio de Gilgamesh y de su ciudad, Uruk. Nos enteramos enseguida de que Gilgamesh, rey de esta ciudad, es un personaje inquieto, indomable, quisquilloso, que no tolera a ningún rival y oprime a sus súbditos. Tiene un apetito sexual verdaderamente rabelaisiano, y para satisfacerlo precisamente es por lo que se muestra más tiránico.



Los habitantes de Uruk acaban por quejarse a los dioses y estos últimos entonces se dan cuenta de que Gilgamesh se está portando como un verdadero tirano y gobernando muy mal a sus súbditos porque todavía no ha encontrado quien le mande en este mundo. En consecuencia, los dioses envían a la tierra a la gran diosa-madre Aruru, para que ponga fin a esta situación. Aruru modela con arcilla el cuerpo de Enkidu, que es una especie de bruto cubierto de vello y provisto de una larga cabellera. Este ser primitivo ignora todo lo que sea civilización y vive desnudo en medio de las fieras que rondan por la llanura. Tiene más de animal que de hombre; y, sin embargo, es él el que está destinado a domar el carácter arrogante de Gilgamesh y, además, a disciplinar su espíritu.




Pero es preciso, ante todo, que Enkidu se «humanice». Una cortesana de Uruk se encarga de su educación; despierta el instinto sexual de Enkidu y lo satisface. Entonces su carácter se transforma; Enkidu pierde su aspecto de bruto y se desarrolla su espíritu. Se le aclara la inteligencia, y las fieras y animales salvajes ya no le reconocen por uno de los suyos. Pacientemente, la cortesana le enseña a comer, a beber y a vestirse como una persona civilizada.

Cuando ya se ha convertido en un hombre hecho y derecho, Enkidu ya puede presentarse ante Gilgamesh para frenarle la arrogancia y los apetitos tiránicos. Gilgamesh ya ha sido advertido en sueños del advenimiento de Enkidu. Impaciente para probarle que nadie tiene talla suficiente para poder considerarse su rival, Gilgamesh organiza una orgía nocturna e invita a Enkidu a tomar parte en ella. Pero Enkidu, escandalizado por el libertinaje de Gilgamesh, quiere impedirle la entrada en la casa donde esta fiesta indecente debe tener lugar.

Éste es el pretexto que Gilgamesh esperaba; los dos titanes, el ciudadano astuto y el hombre inocente de la llanura, llegan a las manos. Enkidu parece que al principio lleva las de ganar, pero, bruscamente, sin que sepamos por qué, la ira de Gilgamesh se desvanece, y a pesar de que acaban de batirse encarnizadamente, los dos adversarios se abrazan y hacen las paces.




Este combate es el punto de partida de una larga e inalterable amistad que llegará a ser legendaria. Los nuevos amigos, desde ahora inseparables, llevarán a cabo juntos toda suerte de hazañas heroicas. No obstante, Enkidu no se siente dichoso en Uruk. La vida de placeres y molicie que allí está llevando le debilita.




Gilgamesh le confía entonces que él tiene la intención de dirigirse al lejano País de los Cedros para matar a su temible guardián, Huwawa, y «purgar este país de todo lo que está mal». Pero Enkidu, que podía recorrer a su albedrío el Bosque de los Cedros en aquellos tiempos en que era como un animal salvaje, y que, por lo tanto, conoce el asunto a fondo, advierte a su amigo del riesgo que corre de perecer en la aventura.

Gilgamesh encuentra ridículos los temores de Enkidu. Él desea adquirir gloria perenne, quiere «hacerse un nombre», y no tener que vivir una vida que podría ser larga, pero en la que el heroísmo no ocuparía ningún lugar. Consulta con los ancianos de la ciudad respecto a su propósito, y se propicia a Shamash, el dios del sol , patrón de los viajeros.



Después hace fraguar por los artesanos de Uruk, con destino a él mismo y a Enkidu, unas armas que parecen hechas para que las manejen unos gigantes.




Una vez terminados estos preparativos, los dos amigos parten para la expedición. Al cabo de un largo y agotador viaje, llegan a la maravillosa Selva de los Cedros; a continuación matan a Huwawa y abaten los árboles.




Pero la aventura engendra la aventura. Apenas están de regreso a Uruk, que la diosa del amor y la lujuria, Ishtar se enamora del hermoso Gilgamesh.



Con objeto de seducirlo, hace reflejar a sus ojos el señuelo de unos favores extraordinarios. Pero Gilgamesh ya no es el tirano indomable de antes. Sabe perfectamente que la diosa ha tenido numerosos amantes y que ella es, por naturaleza, infiel. En consecuencia, Gilgamesh se burla de las proposiciones que le hace la diosa y las rechaza con desprecio olímpico. Decepcionada y cruelmente ofendida, Ishtar pide al dios del cielo, Anu, que envíe el «Toro celeste» a Uruk, para matar a Gilgamesh y destruir la ciudad. Anu, al principio, se niega, pero Ishtar le amenaza con hacer salir los Muertos de los Infiernos, y, ante la tremenda amenaza, el dios cede. El Toro celeste desciende a la Tierra, devasta la ciudad de Uruk y hace una horrorosa matanza de guerreros, a centenares. Pero Gilgamesh y Enkidu atacan al monstruo y, aunando sus esfuerzos, consiguen darle muerte después de un furioso combate.



He aquí, pues, a nuestros dos héroes en la cumbre de la gloria; la ciudad de Uruk resuena con los cánticos de sus hazañas. Pero una fatalidad inexorable pone fin cruelmente a su dicha. Como que Enkidu ha tomado parte activa en el asesinato de Huwawa y en la muerte del Toro celeste, los dioses le condenan a morir en breve plazo, y, efectivamente, al término de una enfermedad de doce días de duración, Enkidu lanza el postrer suspiro bajo los ojos de su amigo Gilgamesh, anonadado por el sentimiento de su impotencia y por la triste ineluctabilidad del lance. Una idea doblemente amarga obsesionará desde entonces en adelante su espíritu angustiado: Enkidu ha muerto, y él también acabará del mismo modo. La gloria que han merecido sus denodadas hazañas no es, para él, más que un pobre consuelo. Y he aquí que el atormentado héroe desea, con todas sus fuerzas, conseguir una inmortalidad más tangible, la del cuerpo. Es preciso que busque y que encuentre el secreto de la vida eterna. Sabe que, en tiempo pasado, un solo hombre ha logrado convertirse en inmortal: Utanapishtim, el sabio y piadoso monarca de la antigua Shuruppak, una de las cinco ciudades reales fundadas antes del Diluvio. Por consiguiente, Gilgamesh decide encaminarse, sea como sea, al lugar donde vive Utanapishtim, al otro extremo del mundo; este héroe inmortalizado le revelará, tal vez, el precioso secreto de la vida eterna.

Traspasa montañas, atraviesa llanuras; el viaje es largo y difícil, y Gilgamesh pasa por la prueba del hambre. Debe luchar sin cesar con los animales que le atacan. Finalmente, atraviesa el Mar Primordial, las «Aguas de Muerte». El altivo monarca de Uruk ya no es más que un pobre pelele descarnado y miserable cuando llega en presencia de Utanapishtim; tiene largas e hirsutas barba y cabellera, y su cuerpo sucio y pringoso va cubierto de pieles de animales.

Gilgamesh suplica a Utanapishtim que le enseñe el secreto de la vida eterna. Pero
la conversación que entabla con él el anciano rey de Shuruppak es francamente decepcionante. Utanapishtim le refiere prolijamente la historia del espantoso Diluvio que los dioses provocaron antaño en la tierra para exterminar a todo bicho viviente y le confiesa que él mismo habría perecido de no haber podido cobijarse en un gran navío que el dios de la sabiduría, Ea, le había aconsejado que construyera. En cuanto a la vida eterna, añade Utanapishtim, no era más que un regalo que los dioses quisieron hacerle; pero ¿qué dios puede tener interés en regalar la inmortalidad a Gilgamesh? Al oír estas palabras, nuestro héroe comprende que su mal no tiene remedio y se resigna a regresar a Uruk con las manos vacías. Pero he aquí que aparece un resplandor de esperanza: a instancias de su esposa, Utanapishtim indica a Gilgamesh el lugar donde se podrá procurar la planta de la juventud eterna, la cual crece en el fondo del mar. Gilgamesh, ni corto ni perezoso, se zambulle en el agua, consigue coger la planta y emprende, gozoso, el regreso a Uruk. Pero los dioses tenían otros designios. Mientras Gilgamesh se baña en un manantial que ha visto en el camino, surge una serpiente y le arrebata la preciosa planta. Cansado y amargamente desilusionado, el héroe regresa a Uruk, buscando el consuelo en la contemplación de las poderosas murallas que rodean la ciudad.

[Representación artística de la ciudad de Uruk.]

Tal es, en resumen, el argumento del texto conservado en las once primeras
tablillas de la epopeya babilónica de Gilgamesh.

[Tablilla con el poema sumerio de la Epopeya de Gilgamesh.]


Tomado de la página web: http://www.esnips.com/doc/f6d3603c-c07c-4c3b-8edc-d43cb942414e/Samuel%20Noah%20Kramer%20-%20la%20Historia%20comienza%20en%20Sumer. La historia empieza en Sumer, de Samuel Noah Kramer.
















El mito sumerio del diluvio
María Pilar González-Conde


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El mito del diluvio universal, difundido con posterioridad a través del Antiguo Testamento (Génesis, 6-8), es en realidad un antiguo mito sumerio, conocido en su versión más antigua por una tablilla hallada en Nippur. En ella, los dioses castigan a los «cabezas negras» enviando una catástrofe natural, de la que se salva un hombre, Ziusudra, constructor de una embarcación en la que se refugiarán las diferentes especies animales. El tema está también presente en la literatura asiria, en donde el héroe es Atrahasis. El proceso de reelaboración posterior que sufren algunos mitos sumerios hace que la historia del diluvio se incorpore al poema de Gilgamesh, provocando que éste se entreviste con el superviviente de la catástrofe.

Los restos de un desastre natural han sido buscados en la baja Mesopotamia, para probar la historicidad del episodio, aunque sin resultados aparentes. Lo cierto es que el diluvio sirvió de referente temporal entre las comunidades sumerias, cuya más antigua historia dinástica se hace entroncar con él. Así por ejemplo, «... después del diluvio, la realeza bajó del cielo por segunda vez a la ciudad de Kish...». El mito transmite la existencia de la ciudad y de la monarquía como procesos anteriores al período en el que los sumerios sitúan el diluvio.


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 «Yo quiero [...] la destrucción de mi raza humana,
 para Nintu quiero atajar la destrucción de mis criaturas.
 Haré retornar a las gentes a sus establecimientos.
 Construirán ciudades en todos los lugares
 y haré que su sombra sea apacible.
 Colocarán de nuevo los ladrillos de nuestros templos en los santos lugares,
 (y) los lugares de nuestras decisiones los restablecerán en los lugares consagrados.
 Yo prepararé convenientemente allí el agua santa que apaga el fuego,
 completaré las divinas reglas y los sublimes decretos,
 la tierra estará regada y estableceré allí la paz.
 Después que An, Enlil, Enki y Ninhursag
 hubieron creado el (pueblo) de los cabezas negras,
 la vegetación se desarrolló, lujuriante, sobre la tierra,
 los animales, de todos los tamaños, los cuadrúpedos, fueron colocados como adecuado ornamento de las llanuras
 [...]
 yo quiero tener en cuenta (sus afanosos esfuerzos).
 (Después que) el constructor del país hubo fijado los fundamentos,
 (cuando el cetro) de la realeza hubo descendido del cielo,
 después que la sublime tiara (y) el trono de la realeza hubieron descendido del cielo,
 él completó (las divinas reglas y los sublimes destinos).
 Fundó (las cinco) ciudades en (lugares puros);
 pronunció sus nombres y las designó como centros de culto.
 La primera de estas ciudades, Eridú, la dio al jefe Nudimmud,
 la segunda, Baltibira, la dio al nugig,
 la tercera, Larak, la dio a Pabilsag,
 la cuarta, Sippar, la dio al héroe Utu,
 la quinta, Shuruppak, la dio a Sud.
 Él proclamó los nombres de aquellas ciudades y las designó como centros de culto;
 no detuvo el (anual) diluvio, (sino que) excavó la tierra y trajo el agua,
 y estableció la limpieza de los pequeños canales y las zanjas de irrigación.
 [...]
 el diluvio [...]
 [...]
 así fue convencido[...].
 Entonces Nintu lloró (por sus criaturas) como un[...];
 la divina Inanna entonó un lamento por su pueblo;
 Enki tomó consejo de sí mismo.
 An, Enlil, Enki (y) Ninhursag,
 los dioses del universo prestaron juramento por los nombres de An y Enlil.
 Entonces el rey Ziusudra, el pashishu de[...]
 construyó[...].
 Humildemente, obediente, con reverencia él[...];
 ocupado cada día, constantemente él[...].
 Aquello no era un sueño; saliendo y hablando[...],
 invocando al cielo (y) al mundo subterráneo, él[...].
 En el ki-ur, los dioses, un muro[...].
 Ziusudra oyó a su lado, estando de pie en el lado izquierdo del muro[...]:
 "Junto al muro, yo te diré una palabra,
(escucha) mi palabra, presta oído a mis instrucciones:
 Un diluvio va a inundar todas las moradas, todos los centros de culto,
 para destruir la simiente de la Humanidad[...].
 (Tal) es la decisión, el decreto de la Asamblea (de los dioses).
 (Tal) es la palabra de An, Enlil (y Ninhursag).
 [...]la destrucción de la realeza.
 Ahora[...]."
 [...]
 [...]
 Todas las tempestades y los vientos se desencadenaron;
 (en un mismo instante) el diluvio invadió los centros de culto.
 Después que el diluvio hubo barrido la tierra durante siete días y siete noches,
 y la enorme barca hubo sido bamboleada sobre las vastas aguas por las tempestades
 Utu salió, iluminando el cielo y la tierra.
 Ziusudra abrió entonces una ventana de su enorme barca,
 y Utu hizo penetrar sus rayos dentro de la gigantesca barca.
 El rey Ziusudra
 se prosternó (entonces) ante Utu;
 el rey le inmoló gran número de bueyes y carneros.
 "Invocaréis por el cielo y por la tierra[...]"
 An (y) Enlil invocaron por el cielo y por la tierra[...],
 e hicieron aparecer los animales que surgieron de la tierra.
 El rey Ziusudra
 se prosternó ante An (y) Enlil.
 An (y) Enlil cuidaron de Ziusudra,
 le dieron vida como (la de) un dios,
 hicieron descender para él un eterno soplo como (el de) un dios.
 Entonces al rey Ziusudra,
 que salvó de la destrucción la simiente de la humanidad en aquel tiempo,
 allende los mares, en el Oriente, en Dilmun, (le) hicieron vivir.

 (Versión de Federico Lara Peinado (ed.), Mitos sumerios y acadios, Madrid, Editora Nacional, 1984, pp. 60-62, (Clásicos para una biblioteca contemporánea 41).